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Poesía y Macarrones

IN PRINCIPUM ERAT VERBUM

IN PRINCIPUM ERAT VERBUM El principio de todo, el germen dañino que te acaba convirtiendo pasados unos años en un aprendiz de poeta, está en el terreno pantanoso que separa la infancia de la adolescencia: antes de los diez-once años yo creo que no hay ningún niño que diga que quiere ser poeta, y después muy pocos que lo confiesen abiertamente, ya se imaginarán. Cuando uno es pequeño pues juega al fútbol o a la playstation y ya está. Pero llega un momento (el 99% de los aprendices de poeta que conozco coinciden en esto) en que algo, un rasgo diferencial, una ligera desventaja con respecto al grupo (como pueden ser unas gafas, o un aparato de los dientes, o la tartamudez), te separan del mismo y te descarrilan: tú estás a este lado y los demás al otro, y por enmedio queda tu más o menos espesa timidez. Oh, la timidez, qué inmensa putada para un adolescente: cuando más ganas tienes de vivir y hacer burradas y conocer a toda la gente que puedas (y llevarte a la cama a toda la gente que puedas, reconozcámoslo), la pura timidez se te pone en medio y marca tu entrada al mundo de la literatura. La literatura es un sucedáneo de la vida. ¿De qué vida? De muchísimas, pero un sucedáneo.

Además, en una segunda fase, la timidez y la literatura conforman una máscara (O make me a mask!) bastante confortable. Será cuestión de pulirla llevando nuestros Kafkas, nuestros Musils, nuestros Roland Barthes debajo del brazo a todas partes, hablando poco y vistiendo preferiblemente de negro y bebiendo sin hielo las bebidas más fuertes, destrozándonos el hígado y levantándonos tarde y recorriendo los bares por la noche, como un alma en pena con gafas de la literatura o algo así... Y entonces la literatura te devuelve algo de vida de verdad, no sucedáneo sino de verdad, pero contaminada de máscaras, tópicos, callejones sin salida y búsquedas de cosas inconcretas y escondidas que acaban por comerte la suela de los zapatos (para nosotros el prestigio estaba en otra parte: / en los gestos, exquisitamente lentos / del desarreglo nervioso). La locura es una especie de imán que nos atrae, el número de dioptrías crece como cohete espacial, el hígado se resiente y empezamos a perder trabajos: es el momento de empezar a relativizarlo todo.

Cuando acaba la adolescencia (y las adolescencias literarias pueden ser inusualmente largas) y uno desemboca en la edad adulta como el que se despierta una mañana de domingo tirado en la playa, todo es bastante confuso. No se equivoquen: el paso a la edad adulta no es tan increíblemente confuso para todo el mundo, son los escritores los que extienden esta idea un poco por envidia un poco por venganza. Hay quien lo tiene todo muy claro; no así los aprendices de poeta: les acaban de quitar la máscara de una torta, su poesía no le dice nada a nadie y la tarjeta se la comió el cajero, la última vez que fueron a sacar.

2 comentarios

Pistacho -

Yo llevaba gafas, me gustaban los cómics cuando ya no le gustaban a nadie, nunca fuí bueno al fútbol, nunca he comprendido como funciona la liga de fútbol y no me hice rapero cuando llegó la moda. Y más cosas que me hicieron descarrilar. No soy aprendiz de poeta, pero vamos, ahí andamos, de cultureta por la vida...