
Ahora, gracias a nuestra propia y supina gilipollez, el mundo occidental se divide únicamente en dos tipos de personas: las que apoyan la guerra de Irak, odian todo lo musulmán y querrían expulsar a todo inmigrante con pinta de magrebí (y prácticamente y aprovechando la coyuntura, a todo inmigrante en general), y por el otro lado los que aplauden cada vez que explota una bomba y se carga a cincuenta, ya sea en Bagdad o en Londres, porque constituye la legítima respuesta de los oprimidos ante el capitalismo occidental que los explota. A o B (para abreviar). Los del grupo A dicen que expresar quejas por la escasa legitimidad de la invasión o de Guantánamo o del control sobre e-mails y llamadas equivale a colocarle un chaleco de dinamita a un niño árabe de doce años y darle el detonador a Al Zarqaui. Los del grupo B dicen que expresar quejas por los tejemanejes del fundamentalismo islámico equivale a lanzar un misil Tomahawk (sí, los que se ha comprado el Bono) sobre un jardín de infancia de Palestina. Caricaturas, claro, de sensatez y racionalidad, tanto unos como otros.
Hasta el infinito dan vueltas en círculos sobre su propia obstinación: Desde la invasión de Irak el mundo es un lugar más seguro (grupo A), El terrorismo fundamentalista acabaría con la retirada de la coalición de Irak (grupo B). Pues señores: no es así. Y es cierto que al fin y al cabo es sólo un debate gilipollas que tenemos montado mientras explotan las bombas y no sabemos qué hacer, pero resulta que precisamente esa dialéctica de sí/no, blanco/negro, tú/yo o conmigo/contra mí es la que nos ha llevado a esta situación. La forma de pensar que no nos va a sacar de ésta hasta que las ranas críen pelo.
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